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ISSN 1989-4163

NUMERO 112 - ABRIL 2020

 

El Búnker

Javier Neila

Debe haber amanecido, pero no me atrevo a salir del búnker para ver que cómo está la situación. Igual pasó ayer y todos los días que le precedieron. A estas alturas del encierro, mi plan no va más allá de cambiar de postura en el catre o levantarme a orinar. Además ya no queda nadie para charlar, desde que los pocos supervivientes que me acompañaban se mataron entre ellos. Ahora tengo aire y alimento de sobra. Mejor así...mis compañeros habían perdido la cabeza y ya no cumplian la más mínima norma, que es lo único que te salva en estos trances. Evacuaban o se masturban -a veces en grupo- en cualquier momento y lugar; cosa que en parte envidiaba, porque para mi lo difícil aquí es sentir hambre o deseo.

En la academia militar habíamos estudiado éste escenario como posible, y lo rápido que en su caso se podría extender una pandemia de origen vírico, pero ninguno de los alumnos de primer curso nos lo llegamos a creer. El “holocausto zombi” lo ideábamos más bien de otra manera, algo más tangible y cinematográfico. Y por supuesto más heroico.

-Los cuatro años que necesitó en 1918 la Gripe Española para recorrer el mundo, serían hoy unas pocas semanas- nos repetía nuestro profesor, un  epidemiólogo del cuerpo de sanidad militar.

Ciertamente el miedo no era bueno para nadie, como nos decían nuestros dirigentes, aferrados a la teoría de la profecía autocumplida -el teorema de Thomas- por el que si una situación es definida como real, esa situación tiene efectos reales. Ello favoreció que la mentira consensuada por todos y repetidas hasta la saciedad por los medios, se convirtiese en la verdad oficial, hasta que nos explotó en la cara. Nadie contó con que la naturaleza no entendiese de política ni de ambiciones. Por eso sólo los más desconfiados mantuvimos las pautas para evitar infectarnos, recibiendo a cambio burlas y el desprecio de aquellos que negaban la evidencia, como en la historia de la rana hervida en la cazuela, de Olivier Clerc. Mientras, se extendía la muerte invisible. Un día y de golpe -cuando el avestruz sacó la cabeza para respirar- el mundo gritó por última vez, quedando luego en silencio. Y aquellos que reían, aporrearon luego las puertas de sus vecinos pidiendo ayuda, suplicando por su prole...pero entonces ya nadie abrió; ahora eran los muertos los que se reían de ellos, con una mueca sarcástica, reprochándoles que no fueron capaces de salvar ni siquiera a sus propios hijos, a su propia sangre.

-Imaginad el peor escenario y luego luchad para que no suceda- solía decir aquel profesor.

Ahora mi problema no es otro que controlar mis pensamientos autodestructivos. En Afganistán, en la base de Qala-e-now, recuerdo que nos obligaban a ponernos el chándal los domingos. Así teníamos la sensación de que el tiempo pasaba, de que ya quedaba una semana menos para volver a casa. La cabeza siempre te pone contra las cuerdas, y más ahora que se sientan junto a mi tan sólo mis pecados. Por eso debo economizar energías y ralentizar todos los procesos mentales, como un paramecio en una charca que se ha vuelto un mosaico de barro cuarteado. Recuerdo con nostalgia la época en la que éramos felices pero no lo sabíamos...las imágenes de praderas matizadas por el atardecer, el canto de los pájaros bajo el cielo azul o una puesta de sol en la playa viendo jugar a los niños, son ya tan difíciles de recodar como las caras de mis seres queridos, cuya suerte ignoro. Mi ultima imagen del mundo exterior sin embargo es muerte y destrucción, caos y maldad. Por eso cuando uno cae en la rutina de la nada y y la vida empieza a coagularse, es mejor morir con dignidad. Me sorprendo mirando mi pistola como si fuese la autopista hacia el cielo que cantaba Led Zeppelin. El diablo sigue cargando mis intenciones y no deja que me saque esa canción de la cabeza. Quizás porque esa canción era la que sonaba cuando Carmen me pidió que hiciéramos el amor como si no hubiera un mañana, para luego llevarla lejos y comenzar una nueva vida juntos, donde nadie nos conociese, donde nadie nos juzgara. Cierro los ojos y veo un fino collar de plata labrada, que realzaba su solitaria belleza de curvas desnudas y suspiros ocultos; yo no podía dejar de mirar sus ojos intensos, de los que brotaban en vertical tensas lineas húmedas que brillaban al destello del fuego….Ahora creo que no son éstos mis recuerdos, ni que fui yo el que abandonó a Carmen al día siguiente. No, ya no me reconozco al buscarme en mi memoria. Y ese es el primer síntoma de la locura. Si tuviese al menos un rayito de sol que me diese en la cara, todo sería distinto...mi padre me lo decía...donde entra el sol no entra el doctor…La oscuridad...sin duda la oscuridad es lo peor de éste encierro.
La trampilla empieza a abrirse con dificultad por encima de mi cabeza, pero yo no entiendo lo que está pasando mientras empiezan a bajar varias personas;  uno grita que aquí hay alguien. Ese alguien debo de ser yo. No llevan equipos de protección, ni máscaras, sólo uniformes remangados parecidos al mío. Me sonríen y me dicen que nos vamos para afuera, que ya es hora. Al principio me resisto, apretando los brazos sobre mi cuerpo, como un desquiciado, pero al final me dejo llevar. Me ponen un sedante y otra inyección que no identifico. La luz me ciega los ojos, pero empiezo a distinguir formas y colores cuando me montan en el todoterreno medicalizado;  y lo que veo es algo maravilloso...árboles tupidos en tonos rojizos, amarillos y verdes, nubes ante un intenso azul celestial. Escucho el canto de los pájaros y el aire limpio al susurrar en las hoja de los árboles; aire que me duele al entrar en los pulmones, haciéndome toser.
- Mi sargento, lleva usted ahí encerrado demasiado tiempo, tiene peor aspecto que las flores ajadas de un cementerio.

Miro a los demás con sorpresa, intento preguntarles algo pero no articulo palabra.

-Hace casi un año que controlamos la pandemia...¿Porque no ha salido antes?

No contesto porque no sé que decir, pero me siento como el elefante de Jorge Bucay en “Recuentos para Demián”. Aquel elefante del circo incapaz de escapar de la estaca que le ata al suelo,porque siempre estuvoasí desde muy pequeño. Un triste día, aún débil, se dio por vencido. Ahora tiene fuerzas de sobra, pero yano lo intenta. Porque ha aceptado su impotencia. Porque ya se ha resignado a su destino.En definitiva porque ya, no sabría qué hacer con su libertad.

O quizás no contesto por vergüenza. Porque al ver el mundo tan limpio y hermoso en el que me encuentro, reflexiono siquizás el único virus que sufre el mundo, somos los seres humanos.

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 
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